La conciencia que no
juzga
No castiga. No premia. No
divide. La conciencia que me habita no juzga: observa. Acompaña. Sostiene. No
le importa si fui verdugo o víctima, si amé con pureza o herí con rabia. No
lleva cuentas. No exige penitencia. Solo me pregunta: ¿qué aprendiste? ¿qué
elegís ahora?
Esa conciencia no se
escandaliza. Ha visto todo. Ha sido todo. Sabe que el alma necesita disfrazarse
para recordar. Sabe que el dolor no es condena, sino camino. Sabe que el error
no es pecado, sino experiencia. No me pide que sea perfecto. Me invita a ser
consciente.
Cuando caigo, no me
señala. Me espera. Cuando odio, no me condena. Me muestra el espejo. Cuando
olvido quién soy, no me abandona. Me susurra desde adentro. No me obliga a
nada. Pero me recuerda que puedo elegir. Siempre.
La conciencia que no juzga
no es indiferente. Es amor sin condiciones. Es presencia sin control. Es luz
que no enceguece. Es verdad que no hiere. Es la fuente que me dio origen y que
me espera, sin apuro, sin reproche, sin agenda.
Y yo, que he sido todos
los rostros, empiezo a comprender. No vine a ser juzgado. Vine a recordar. No
vine a obedecer. Vine a despertar. No vine a pagar. Vine a elegir.

No hay comentarios:
Publicar un comentario