Ella no es mujer.
Es un insecto vestido de terciopelo.
Un ángel que ha copulado con la lepra.
Su cabello rojo no brilla: sangra.
Su palidez no seduce: insulta.
Cada noche sube los escalones como si ascendiera al
altar de un dios que exige belleza y vómito.
La pared ocre la espera como un perro espera el
látigo.
El cuadro no es pintura: es carne embalsamada.
El marco centenario fue tallado por niños muertos.
La imagen: un mar que se masturba contra la costa.
Y en el risco, ella.
O su sombra.
La pared ocre la espera como un perro espera el
látigo.
El cuadro no es pintura: es carne embalsamada.
El marco centenario fue tallado por niños muertos.
La imagen: un mar que se masturba contra la costa.
Y en el risco, ella.
O su sombra.
O su vómito estético.
Yo la espío.
No por deseo.
Por odio lírico.
Ella llena mis horas vacías como la gangrena llena los
dedos del suicida.
Me convierto en voyeur de lo imposible.
Cada noche, ella me salva.
Cada noche, ella me escupe.
Hoy es lunes.
La casa me llama como una madre llama a su hijo para
devorarlo.
Toco la aldaba.
El silencio me responde con sarcasmo.
La puerta se abre como una herida.
Las habitaciones están vacías, pero llenas de
cadáveres estéticos.
Y el cuadro.
El cuadro me devora.
La figura en el risco tiene su cabello.
Pero sus ojos son puertas.
Su piel, una ironía.
El mar se agita como si quisiera vomitarme.
Toco la tela.
Las garras no son físicas.
Son versos.
Me arrastran.
Me deshacen.
Ahora soy parte del cuadro.
Parte del rito.
Parte del poema que se ríe de sí mismo.
Y desde la tela, cada noche, yo la observo.
Y la odio.
Y la amo.
Y la escribo.


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