El contrato del olvido
Antes de venir, firmé el
contrato. No con miedo, sino con confianza. Acepté olvidar quién soy, de dónde
vengo, por qué elegí este cuerpo, esta historia, este dolor. Acepté no recordar
que soy luz, que soy conciencia, que soy parte de una inteligencia infinita.
Acepté el juego, la experiencia, el riesgo. Porque sabía que el olvido no es
castigo: es condición. Porque sin olvido, no hay elección. Y sin elección, no
hay evolución.
El contrato decía: “Vas a
sentir sin saber. Vas a sufrir sin entender. Vas a amar sin garantía. Vas a
buscar sin mapa. Vas a elegir sin memoria. Y cada elección será tuya, libre,
sagrada.”
Acepté. Porque sabía que
cada sombra me revelaría una chispa. Que cada error me enseñaría un gesto. Que
cada máscara me acercaría a la verdad. Sabía que el dolor no sería eterno, pero
sí revelador. Que el cuerpo sería cárcel y templo. Que el tiempo sería velo y
maestro.
Firmé el contrato del
olvido para poder recordar desde otro lugar. No desde la certeza, sino desde la
experiencia. No desde la doctrina, sino desde el alma. No desde la obediencia,
sino desde la libertad.
Y ahora que estoy aquí,
que siento, que elijo, que dudo, que amo, que caigo, que me levanto… empiezo a
recordar. No todo. No de golpe. Pero algo. Una vibración. Una intuición. Una
certeza sin palabras. Algo que me dice: “Esto también lo elegiste. Esto
también te transforma. Esto también te lleva de vuelta.”

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