Los alegatos del Dios
ausente
Comparecen los señores del mundo, envueltos en espejos, coronados por selfies, perfumados de egolatría. Se les acusa de haber reemplazado a Dios por el reflejo, de haber convertido el alma en vitrina, la ternura en espectáculo, el dolor en contenido. Se les acusa de autismo emocional, de culto a la apariencia, de haber hecho del “parecer” una religión sin misericordia.
Los testigos no hablan.
Están ocupados editando sus rostros. La verdad se oculta detrás de filtros,
slogans, poses. La compasión fue cancelada por falta de likes. El amor sin
testigos ha sido exiliado. La ternura sin monetización, proscripta. El silencio
sin audiencia, condenado.
El Dios ausente no
responde. Está mirando stories. Está ocupado en su indolencia divina, o quizás
nunca estuvo. Tal vez fue siempre un algoritmo, un espectador sin alma, un
ídolo de humo. Tal vez lo inventamos para no vernos.
El alegato continúa, como
campana rota: ¿Dónde está el amor sin espectáculo? ¿Dónde está el dolor sin
aplausos? ¿Dónde está el otro, el verdadero, el que no se vende ni se muestra?
Silencio. Un influencer
llora en cámara. Un algoritmo aplaude. El tribunal se disuelve en humo. La
humanidad se absuelve a sí misma. Y se condena a seguir pareciendo.


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