La sentencia tardía
El reo fue asesinado. No cumplió
su condena. No tuvo tiempo de redimirse, de arrepentirse, de comprender. Su
muerte fue arbitraria, como tantas otras. La sentencia llegó después, como
siempre: tarde, inútil, decorativa. Un papel firmado sobre una tumba. Un
veredicto que no redime, que no repara, que no devuelve nada.
El tribunal se reúne, como
si aún hiciera falta. Los jueces debaten sobre un cuerpo que ya no respira. Se
discute la culpa, la intención, el contexto. Se redactan alegatos, se citan
precedentes, se pronuncian palabras solemnes. Pero el reo ya no está. Fue
asesinado por el sistema que debía juzgarlo. Por la sociedad que lo condenó sin
proceso. Por el odio que lo sentenció sin escuchar.
La sentencia tardía no es
justicia: es teatro. Es el intento de maquillar la crueldad con protocolo. Es
el gesto que llega cuando ya no hay ojos que puedan llorar, ni manos que puedan
recibir. Es el acto final de un carnaval sin alma, de un tribunal sin Dios, de
un mundo que absuelve a los vivos y castiga a los muertos.
Y vos, que aún respiras,
¿vas a esperar la sentencia o vas a escribir tu propio veredicto?

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