La guardiana de las
sincronías vivas
No tiene nombre. O lo
tuvo, pero se le cayó en un charco de tiempo.
Camina por los bordes del
mapa, como quien busca algo que ya encontró.
No lleva reloj, pero sabe
cuándo. No lleva brújula, pero llega.
A veces aparece como una
señora que pregunta la hora y te deja una frase que te cambia la semana.
O como un perro que te
sigue dos cuadras y te recuerda que no estás tan solo.
O como un mensaje que
llega sin tilde azul, pero con sentido.
Ella no organiza
encuentros. Los deja caer, como quien deja caer una semilla en la vereda. Y si
germina, bien. Y si no, también.
Porque su tarea no es
forzar, sino permitir. No es explicar, sino dejar que algo se entienda sin palabras.
Tiene una risa que suena a tren viejo.
Y una tristeza que huele a
pan tostado.
Y cuando alguien cruza el
umbral de un reencuentro que no se planificó, ella se acomoda el abrigo, se
sienta en una piedra, y anota algo en su cuaderno invisible.
No para guardar. Para
agradecer. Porque las sincronías vivas no se repiten.
Se celebran.
Y ella, aunque nadie la
vea, siempre está ahí.
Custodiando el momento en
que dos almas se reconocen sin saber por qué.


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