“El tiempo es la sustancia de la que
estoy hecho. El tiempo es un río que me arrebata, pero yo soy río; es un tigre
que me destroza, pero yo soy tigre; es un fuego que me consume, pero yo soy el
fuego.” Jorge Luis Borges
El Espejo
de los Nombres
En una
biblioteca olvidada del barrio de San Telmo, donde los libros no se prestan,
sino que se sueñan, vivía un hombre llamado Elías Varela. No era bibliotecario
ni lector, sino algo más extraño: un nombrador. Su oficio consistía en
asignar nombres verdaderos a las cosas que habían perdido el suyo. A los gatos
sin dueño, a las sombras sin cuerpo, a los recuerdos que ya no sabían a quién
pertenecían.
Una tarde de
agosto, mientras el sol se deshacía en los vitrales como un vino derramado,
Elías encontró un libro sin título, sin autor, sin palabras. Solo contenía
páginas en blanco, salvo por una inscripción en la contratapa: “Todo lo que sea
nombrado aquí, será.”
Intrigado,
Elías comenzó a escribir en él. Primero con timidez: “Una rosa que florece en
invierno.” Al día siguiente, en la plaza Dorrego, vio una rosa brotar entre el
hielo. Luego escribió: “Un gato que habla en sueños.” Y esa noche, su gato lo
despertó murmurando versos en latín.
Elías
comprendió que el libro no era un libro, sino un espejo. No reflejaba su
rostro, sino su poder de nombrar. Cada palabra escrita era una semilla en el
tejido del mundo.
Pero como
todo espejo, también tenía su reverso.
Una
madrugada, Elías escribió por error: “Un hombre que olvida su nombre.” Y al
instante, sintió que algo se deslizaba fuera de él. Su memoria comenzó a
deshilacharse. Los nombres de sus padres, de sus calles, de sí mismo, se
volvieron niebla.
Desesperado,
buscó en el libro la forma de revertirlo. Pero ya no recordaba qué palabras
usar. El libro, ahora lleno de nombres, lo miraba con indiferencia.
Dicen que aún se lo ve vagar por San Telmo, preguntando a los transeúntes si conocen su nombre. Algunos lo llaman Elías, otros lo llaman Borges. Pero él solo sonríe, como quien ha comprendido que el verdadero nombre no se dice, se recuerda.
En una
biblioteca olvidada del barrio de San Telmo, donde los libros no se prestan,
sino que se sueñan, vivía un hombre llamado Elías Varela. No era bibliotecario
ni lector, sino algo más extraño: un nombrador. Su oficio consistía en
asignar nombres verdaderos a las cosas que habían perdido el suyo. A los gatos
sin dueño, a las sombras sin cuerpo, a los recuerdos que ya no sabían a quién
pertenecían.
Una tarde de
agosto, mientras el sol se deshacía en los vitrales como un vino derramado,
Elías encontró un libro sin título, sin autor, sin palabras. Solo contenía
páginas en blanco, salvo por una inscripción en la contratapa: “Todo lo que sea
nombrado aquí, será.”
Intrigado,
Elías comenzó a escribir en él. Primero con timidez: “Una rosa que florece en
invierno.” Al día siguiente, en la plaza Dorrego, vio una rosa brotar entre el
hielo. Luego escribió: “Un gato que habla en sueños.” Y esa noche, su gato lo
despertó murmurando versos en latín.
Elías
comprendió que el libro no era un libro, sino un espejo. No reflejaba su
rostro, sino su poder de nombrar. Cada palabra escrita era una semilla en el
tejido del mundo.
Pero como
todo espejo, también tenía su reverso.
Una
madrugada, Elías escribió por error: “Un hombre que olvida su nombre.” Y al
instante, sintió que algo se deslizaba fuera de él. Su memoria comenzó a
deshilacharse. Los nombres de sus padres, de sus calles, de sí mismo, se
volvieron niebla.
Desesperado,
buscó en el libro la forma de revertirlo. Pero ya no recordaba qué palabras
usar. El libro, ahora lleno de nombres, lo miraba con indiferencia.
Dicen que
aún se lo ve vagar por San Telmo, preguntando a los transeúntes si conocen su
nombre. Algunos lo llaman Elías, otros lo llaman Borges. Pero él solo sonríe,
como quien ha comprendido que el verdadero nombre no se dice, se recuerda.

No hay comentarios:
Publicar un comentario