domingo, 28 de diciembre de 2025

El Espejo de los Nombres

 


 

“El tiempo es la sustancia de la que estoy hecho. El tiempo es un río que me arrebata, pero yo soy río; es un tigre que me destroza, pero yo soy tigre; es un fuego que me consume, pero yo soy el fuego.” Jorge Luis Borges



 

El Espejo de los Nombres

En una biblioteca olvidada del barrio de San Telmo, donde los libros no se prestan, sino que se sueñan, vivía un hombre llamado Elías Varela. No era bibliotecario ni lector, sino algo más extraño: un nombrador. Su oficio consistía en asignar nombres verdaderos a las cosas que habían perdido el suyo. A los gatos sin dueño, a las sombras sin cuerpo, a los recuerdos que ya no sabían a quién pertenecían.

Una tarde de agosto, mientras el sol se deshacía en los vitrales como un vino derramado, Elías encontró un libro sin título, sin autor, sin palabras. Solo contenía páginas en blanco, salvo por una inscripción en la contratapa: “Todo lo que sea nombrado aquí, será.”

Intrigado, Elías comenzó a escribir en él. Primero con timidez: “Una rosa que florece en invierno.” Al día siguiente, en la plaza Dorrego, vio una rosa brotar entre el hielo. Luego escribió: “Un gato que habla en sueños.” Y esa noche, su gato lo despertó murmurando versos en latín.

Elías comprendió que el libro no era un libro, sino un espejo. No reflejaba su rostro, sino su poder de nombrar. Cada palabra escrita era una semilla en el tejido del mundo.

Pero como todo espejo, también tenía su reverso.

Una madrugada, Elías escribió por error: “Un hombre que olvida su nombre.” Y al instante, sintió que algo se deslizaba fuera de él. Su memoria comenzó a deshilacharse. Los nombres de sus padres, de sus calles, de sí mismo, se volvieron niebla.

Desesperado, buscó en el libro la forma de revertirlo. Pero ya no recordaba qué palabras usar. El libro, ahora lleno de nombres, lo miraba con indiferencia.

Dicen que aún se lo ve vagar por San Telmo, preguntando a los transeúntes si conocen su nombre. Algunos lo llaman Elías, otros lo llaman Borges. Pero él solo sonríe, como quien ha comprendido que el verdadero nombre no se dice, se recuerda.


En una biblioteca olvidada del barrio de San Telmo, donde los libros no se prestan, sino que se sueñan, vivía un hombre llamado Elías Varela. No era bibliotecario ni lector, sino algo más extraño: un nombrador. Su oficio consistía en asignar nombres verdaderos a las cosas que habían perdido el suyo. A los gatos sin dueño, a las sombras sin cuerpo, a los recuerdos que ya no sabían a quién pertenecían.

Una tarde de agosto, mientras el sol se deshacía en los vitrales como un vino derramado, Elías encontró un libro sin título, sin autor, sin palabras. Solo contenía páginas en blanco, salvo por una inscripción en la contratapa: “Todo lo que sea nombrado aquí, será.

Intrigado, Elías comenzó a escribir en él. Primero con timidez: “Una rosa que florece en invierno.” Al día siguiente, en la plaza Dorrego, vio una rosa brotar entre el hielo. Luego escribió: “Un gato que habla en sueños.” Y esa noche, su gato lo despertó murmurando versos en latín.

Elías comprendió que el libro no era un libro, sino un espejo. No reflejaba su rostro, sino su poder de nombrar. Cada palabra escrita era una semilla en el tejido del mundo.

Pero como todo espejo, también tenía su reverso.

Una madrugada, Elías escribió por error: “Un hombre que olvida su nombre.” Y al instante, sintió que algo se deslizaba fuera de él. Su memoria comenzó a deshilacharse. Los nombres de sus padres, de sus calles, de sí mismo, se volvieron niebla.

Desesperado, buscó en el libro la forma de revertirlo. Pero ya no recordaba qué palabras usar. El libro, ahora lleno de nombres, lo miraba con indiferencia.

Dicen que aún se lo ve vagar por San Telmo, preguntando a los transeúntes si conocen su nombre. Algunos lo llaman Elías, otros lo llaman Borges. Pero él solo sonríe, como quien ha comprendido que el verdadero nombre no se dice, se recuerda.

 

 


No hay comentarios:

Publicar un comentario