La jardinera de las
vidas paralelas
Y que cada semilla, si se
cuida, florece. Hay un jardín que no tiene rejas ni caminos marcados. Vive en
cada uno, aunque pocos lo visitan. Allí crecen las versiones que no fuimos: la
que dijo que sí, la que se fue a tiempo, la que se quedó por amor, la que
escribió ese libro, la que no tuvo miedo. No son fantasmas. Son posibilidades.
No reclaman. Respiran. Cada flor de ese jardín es una vida que pudo ser. Y
aunque no fue, sigue latiendo. Como late el recuerdo de un abrazo que no dimos.
Como late la canción que no cantamos. Como late el gesto que no hicimos, pero
que aún nos espera.
La jardinera camina
descalza. No tiene tijeras. No corrige. No poda. Solo cuida. Acaricia las
flores que nunca abrieron. No para revivirlas. Para agradecerles. Porque esa
vida que no fuimos también nos sostuvo. También nos enseñó. También nos dio
sombra cuando el sol quemaba. A veces se sienta junto a una flor marchita y le
canta. Una canción que no tiene letra, pero que dice todo. Y cuando el alma la
ve, algo se afloja. Algo se perdona. Algo se entiende. Porque cuidar lo que no
fuimos también es un acto de amor.
Más allá del jardín, en un
rincón del mapa que no tiene coordenadas, hay una biblioteca que no guarda
libros escritos. Guarda libros posibles. Cada uno contiene un futuro que aún no
ocurrió, pero que podría. No están ordenados por autor ni por tema. Están
ordenados por vibración. Por deseo. Por fidelidad. Por coraje. Hay un tomo que
narra lo que pasaría si alguien dijera “sí” mañana. Otro que describe el mundo
que nacería si una promesa se cumpliera. Otro que contiene la vida que aún no
se vivió porque alguien tuvo miedo.
Estos libros no se pueden
leer. Se intuyen. Se sueñan. Y cuando el alma entra en esa biblioteca, no
busca. Reconoce. Porque cada futuro que aún espera ser elegido ya está escrito
en alguna parte del alma. Solo falta que alguien lo lea en voz alta.
Y en esa biblioteca vive
el escriba. No escribe con tinta. Escribe con vibración. Con lo que se dijo sin
decir. Con lo que se prometió sin palabras. Con lo que se selló con una mirada,
un gesto, un silencio. No necesita testigos. Él es el testigo. Y su archivo no
está en papel. Está en el tiempo. En ese tiempo que no pasa, porque aún está
esperando que algo se cumpla.
Anota pactos entre almas
que se reconocieron sin hablar. Entre amigos que se prometieron lealtad sin
firmar nada. Entre amantes que supieron, sin decirlo, que volverían a
encontrarse. Entre madres e hijos que se entendieron antes de nacer. El escriba
no juzga si el pacto se cumple o no. Solo lo consagra. Porque lo que fue
sellado en lo invisible ya es ley en el mapa. Y cuando el alma lo encuentra, no
lee.
Recuerda. Y al recordar,
el pacto vuelve a vibrar. Y al vibrar, el mapa se reescribe.

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