El guardafrenos de las
decisiones que se postergaron
En una biblioteca que no
existe —o que existe en todas las bibliotecas—
hay un hombre que no lee.
No porque no sepa, sino
porque ya ha leído todo.
Y porque sabe que cada
libro que no se abre también escribe su historia.
Lo llaman el guardafrenos.
No porque detenga trenes,
sino porque detiene el instante.
Ese instante en que una
decisión iba a tomarse… y no.
Ese momento en que el alma
se inclinó hacia un sí,
pero el cuerpo se quedó en
el umbral del no.
El guardafrenos no juzga.
Anota.
En un cuaderno que no
tiene principio ni fin,
donde cada página es una
bifurcación,
y cada bifurcación, una
biblioteca.
Allí están las decisiones
que se postergaron:
la carta que no se envió,
el viaje que se pospuso,
el abrazo que se prometió
“para después”.
Él no pregunta por qué.
Sabe que el tiempo no es
una línea, sino un palimpsesto.
Y que cada decisión
aplazada no desaparece:
se convierte en otra cosa.
Un eco.
Un sueño.
Una página en blanco que
aún espera su tinta.
Él no pregunta por qué.
Sabe que el tiempo no es
una línea, sino un palimpsesto.
Y que cada decisión
aplazada no desaparece:
se convierte en otra cosa.
Un eco.
Un sueño.
Una página en blanco que
aún espera su tinta.
A veces, cuando alguien
finalmente decide,
el guardafrenos sonríe.
No porque se haya cumplido
algo,
sino porque el mapa ha
girado.
Y en ese giro, la
postergación se vuelve acto.
Y el archivo, destino.

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