Relato:
Villancicos en Montserrat
El monasterio se alzaba
sobre la sierra como un templo suspendido entre cielo y roca. El alabastro
esculpido brillaba con una luz blanca y serena, custodiando a la Moreneta, la Virgen
Negra, que miraba con ojos de siglos.
Entonces comenzaron los
villancicos. Los niños de la Escolanía, con sus voces puras, dejaron escapar
notas que no parecían humanas. La acústica del lugar multiplicaba cada acorde,
como si la montaña entera respirara música.
Sentí un golpe en el
estómago, no de dolor, sino de revelación. Era mi alma brincando, elevándose en
plenitud. Cada eco era un latido, cada silencio un respiro cósmico. La emoción
no se podía contener: era como si el universo entero se hubiera reunido en ese
instante para cantar conmigo.
La Virgen Negra permanecía
inmóvil, pero su presencia era palpable. El alabastro blanco la rodeaba como un
velo de eternidad, y las voces infantiles parecían abrir un portal entre lo
humano y lo divino.
Allí comprendí que la
música no solo se escucha: se habita. Los villancicos no eran canciones, eran
plegarias que me atravesaban, que me revelaban. Y en ese instante, la plenitud
fue absoluta.

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