Relato
atmosférico
El monasterio de
Montserrat se erguía como un guardián de piedra.
El frío atravesaba la
piel, pero no era castigo: era señal de estar vivo,
de estar presente en un
lugar donde lo humano se toca con lo divino.
Las voces de los niños se
elevaban, puras, cristalinas,
y cada eco era un latido
de la montaña.
La Moreneta, oscura y
serena, custodiaba el misterio,
rodeada de alabastro que
velaba la luz.
Entonces lo sentí: un
puntazo en el estómago,
no de dolor, sino de
plenitud.
Era mi alma brincando,
elevándose,
como si Dios mismo
respirara a través de esas notas.
El frío, la piedra, la
música, la fe:
todo se unió en un
instante que no se repite.
Un portento. Una
revelación.

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