Relato en la Catedral
de San Patricio, Dublín (Irlanda)
Las campanas de la
catedral repican en la tarde de marzo. Afuera, la ciudad se tiñe de verde:
tréboles en los sombreros, gaitas que atraviesan las calles, niños pintados con
dragones celtas. Dentro, la piedra antigua guarda un silencio solemne.
Un grupo de peregrinos
entra con velas encendidas. Entre ellos, tus amigos irlandeses. Se acercan al
pozo donde, según la tradición, San Patricio bautizó a los primeros conversos.
Allí dejan una ofrenda: un ramo de tréboles frescos, símbolo de unidad.
El coro comienza a cantar
un himno en gaélico. La voz se eleva hasta las bóvedas góticas, y por un
instante, la catedral se convierte en un puente entre siglos: el santo que
sembró esperanza, los fieles que hoy celebran, y los visitantes que llegan
desde lejos para compartir la luz.
En ese momento, lo
relevante no es la piedra ni la fecha, sino la comunión de culturas: Irlanda
abre su corazón, y quienes llegan de otros continentes se reconocen en la misma
búsqueda de paz.

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