El cuento
de los cuatro que eran uno
Había una
vez un mundo dividido. Cada pueblo tenía su nombre sagrado, su templo, su
canto, su profeta. Y cada uno creía que el suyo era el único. Se hablaba de
Dios como si fuera propiedad privada, como si el amor pudiera tener fronteras,
como si la luz necesitara pasaporte.
Pero un día,
en un cruce de caminos sin nombre, aparecieron cuatro figuras. No venían
montados en gloria, ni rodeados de incienso. Venían caminando. Descalzos. Con
los ojos llenos de ternura. Uno tenía una herida en la mano y una luz en el
pecho. Otro traía el viento en la voz y la compasión en la mirada. El tercero
caminaba en silencio, como si cada paso fuera una enseñanza. El cuarto reía con
la música del universo en los labios y la danza en los pies
El primero
se llamaba Cristo. No hablaba de dogmas, sino de amor que perdona. Tocaba a los
leprosos, abrazaba a los traidores, lloraba con los que lloraban. No tenía
templo, pero su cuerpo era altar. No tenía ejército, pero su ternura era
invencible.
El segundo
se llamaba Alá. No tenía rostro, pero su presencia era infinita. Su nombre era
susurro en la noche, consuelo en el desierto, misericordia en medio del juicio.
No pedía sacrificios, sino entrega. No exigía pureza, sino sinceridad. Era el
Compasivo, el que escucha incluso cuando no se lo nombra.
El tercero
era Buda. Su silencio no era vacío, sino plenitud. Caminaba sin prisa, sin
afán, sin deseo. Enseñaba sin palabras, despertaba sin gritos. Su mirada era
espejo, su compasión, medicina. No juzgaba: comprendía. No prometía cielos:
ofrecía presencia.
El cuarto
era Krishna. Su risa era música, su juego, revelación. No venía a imponer, sino
a invitar. No traía leyes, sino danzas. No hablaba de castigos, sino de amor
que se renueva. Tocaba la flauta y los corazones se abrían como flores.
Los cuatro se miraron. No se pelearon. No se corrigieron. No se compararon. Se reconocieron. Y entonces caminaron juntos. Por aldeas, por desiertos, por selvas, por ciudades. A veces hablaban. A veces callaban. A veces lloraban con los que sufrían. A veces reían con los que despertaban.
Y cada vez
que alguien les preguntaba: “¿Cuál de ustedes es el verdadero?”, ellos
respondían con una sola voz: “El que ama”.

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