La oferente de lo
invisible
No lleva bandejas. No
tiene altar. No pronuncia discursos. Su gesto es silencioso, pero luminoso.
Ella aparece cuando alguien da sin que se lo pidan.
Cuando el alma ofrece sin
esperar. Cuando el vínculo se sostiene sin contrato.
La oferente no pregunta si
será recibido. No exige que se note. No necesita que se entienda. Su ofrenda
nace de la vibración. Y si vibra, ya es suficiente.
A veces ofrece una palabra
que llega antes del dolor. A veces una presencia que sostiene sin hablar. A
veces un gesto que evita una herida sin que nadie lo sepa. Ella no interfiere.
No se impone. No se exhibe. Solo da.
Y cada vez que lo hace, el
santuario se ilumina. Porque lo invisible ofrecido desde el alma no se pierde:
se consagra. No se olvida: se transforma. No se acumula: se multiplica.
La oferente no lleva
registro. Pero cada gesto suyo queda vibrando en el mapa. Como señal. Como
brújula. Como memoria.
Y cuando el alma la
reconoce, algo se conmueve. Algo se agradece. Algo se afina. Porque saber que
alguien ofreció sin que se lo pidieran es saber que el amor verdadero existe.
