La cronista de lo que parecía mínimo pero era todo.
No lleva grabadora. No
toma notas. No pregunta.
La cronista camina
despacio, como quien no quiere interrumpir.
Se sienta en los bordes de
las escenas que nadie mira.
Y escucha.
Escucha cuando alguien
dice “gracias” sin que nadie lo note.
Cuando una mano se queda
un segundo más sobre otra.
Cuando alguien se calla
justo a tiempo para no herir.
Cuando una mirada sostiene
a otra que estaba por caer.
Ella no escribe en papel.
Escribe en el aire.
En la memoria de lo que no
se registró, pero que sostuvo el mundo.
Porque lo mínimo —ese
gesto, ese silencio, esa pausa—
era todo.
La cronista no busca
épicas.
Busca lo que vibra.
Lo que no se dijo.
Lo que no se celebró.
Lo que no se aplaudió,
pero que hizo que alguien siguiera.
A veces aparece como una
mujer que acaricia la espalda de un niño sin decir nada.
A veces como un hombre que
deja pasar a otro en la fila sin mirar.
A veces como una anciana
que repite un gesto que nadie recuerda, pero que guarda el ritmo de una ternura
antigua.
Ella no firma sus
crónicas.
No las publica.
No las exhibe.
Pero cada vez que alguien
se siente sostenido sin saber por qué,
ella está ahí.
Porque lo mínimo —eso que
parecía nada—
era todo.
Lo que no se aplaudió,
pero que hizo que alguien siguiera.
A veces aparece como una
mujer que acaricia la espalda de un niño sin decir nada.
A veces como un hombre que
deja pasar a otro en la fila sin mirar.
A veces como una anciana
que repite un gesto que nadie recuerda, pero que guarda el ritmo de una ternura
antigua.
Ella no firma sus
crónicas.
No las publica.
No las exhibe.
Pero cada vez que alguien
se siente sostenido sin saber por qué,
ella está ahí.
Porque lo mínimo —eso que
parecía nada—
era todo.

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