El Fraile
del Último Pétalo
Dicen que,
en una abadía olvidada del norte, donde el invierno no es estación sino
condena, llegó un hombre con los ojos encendidos por la lectura. No era monje,
ni sabio, ni penitente. Era lector. Un lector que había leído El nombre de la
rosa tantas veces que las palabras se le habían tatuado en la piel del alma.
Su nombre
era Elías, pero al cruzar el umbral de la biblioteca maldita, lo olvidó. Allí,
entre códices que olían a ceniza y pergaminos que lloraban tinta, comenzó a
escuchar voces. No eran fantasmas. Eran ecos. Humberto Eco, susurra uno. Adso,
murmura otro. Salvatore, grita desde una esquina rota. Elías no temía. Él sabía
que los libros no matan, pero revelan. Y a veces, lo revelado es más peligroso
que la muerte.
Cada noche,
Elías leía un fragmento y luego lo copiaba en su propio manuscrito, con sangre
diluida en vino. Decía que así la palabra se volvía carne. Que así la verdad
ardía. Los monjes lo miraban con recelo. Decían que estaba poseído por la rosa.
Pero él sonreía. Porque sabía que la rosa no era flor, sino símbolo. Y que el
símbolo, cuando se comprende, transforma.
Una
madrugada, lo encontraron en la torre prohibida, rodeado de pétalos negros.
Había escrito una sola frase en el muro:
“La verdad
no se encuentra, se arde.”
Desde
entonces, nadie volvió a ver a Elías. Pero algunos aseguran que, si uno lee El
nombre de la rosa en silencio absoluto, puede sentir una mano invisible sobre
el hombro. Y si se atreve a seguir leyendo, el lector se convierte en fraile.
No por hábito, sino por revelación.
Porque hay
libros que no se leen. Se habitan.

No hay comentarios:
Publicar un comentario