Cuento breve: El niño
que no podía llorar
El niño se llamaba Elías,
aunque hacía tiempo que nadie lo llamaba por su nombre. En casa lo llamaban
“usuario”, en la escuela “perfil”, y en la calle “consumidor”. Tenía nueve años
y nunca había llorado. No porque no sintiera tristeza, sino porque su
dispositivo emocional lo bloqueaba cada vez que algo lo hería.
Cuando murió su perro, la
pantalla le ofreció un video gracioso. Cuando su madre se fue sin despedirse,
el sistema le mostró una oferta de zapatillas. Cuando quiso preguntar por qué
sentía un nudo en el pecho, el asistente virtual le respondió: “No es
rentable”.
Elías vivía en un mundo
donde todo estaba programado. Sus emociones eran monitoreadas, sus pensamientos
corregidos, sus sueños interrumpidos por notificaciones. A veces, en la noche,
sentía que algo lo llamaba desde adentro. Pero no sabía cómo responder.
Un día, mientras caminaba
por una calle que no estaba en el mapa, vio a un perro callejero. El perro lo
miró sin pedir nada. No tenía collar, ni chip, ni QR. Solo lo miró. Y Elías,
sin saber por qué, lloró.
Lloró como si su alma
recordara algo que el sistema no podía borrar. Lloró como si el perro hubiera
tocado una tecla secreta. Lloró como si por fin fuera humano.
Desde ese día, Elías apagó
el dispositivo emocional. No fue fácil. El sistema lo castigó con silencio, con
aislamiento, con mensajes de culpa. Pero cada lágrima fue una semilla. Y cada
semilla, un despertar.
Elías empezó a escribir.
No en la nube, sino en papel. Empezó a mirar a los ojos. Empezó a preguntar. Y
descubrió que no estaba solo. Que había otros niños que también lloraban. Que
había adultos que recordaban. Que había perros que esperaban.
Y así, sin algoritmos, sin
permisos, sin pactos… Elías volvió a ser alma.

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