El anciano que
recordaba lo que nadie más podía
Se llamaba Mateo y tenía
ochenta y siete años. Vivía en una residencia donde todos los días eran
iguales: desayuno a las ocho, pastillas a las nueve, televisión a las diez.
Nadie le preguntaba nada. Nadie esperaba que recordara nada. Para el sistema,
Mateo era un cuerpo que debía mantenerse estable, no un alma que debía ser
escuchada.
Pero Mateo recordaba.
Recordaba una plaza que ya
no existía.
Recordaba una canción que
no estaba en ningún archivo.
Recordaba una mujer que el
sistema decía que nunca había nacido.
Cada vez que intentaba
hablar de eso, los cuidadores lo corregían con suavidad programada:
—Eso no pasó, Mateo.
—Debe haber sido un sueño.
—Tomá el calmante, así
descansás.
Pero Mateo no quería
descansar. Quería recordar.
Una noche, mientras todos
dormían, se levantó y caminó hasta el jardín. El cielo estaba despejado, como
en aquella plaza. Se sentó en el banco más alejado y empezó a tararear la
canción que nadie conocía. Y entonces, algo cambió.
Una enfermera joven,
nueva, se acercó. No dijo nada. Solo lo escuchó. Y cuando Mateo terminó, ella
murmuró:
—Mi abuela me cantaba eso.
—¿Cómo dijiste? —preguntó
él, con los ojos abiertos como un niño.
—Mi abuela. Pero nadie más
la conocía. Pensé que lo había inventado.
Esa noche, Mateo no
durmió.
Tampoco la enfermera.
Hablaron hasta el
amanecer.
Y al día siguiente, otros
empezaron a acercarse.
Uno recordaba un poema. Otro,
un olor. Otro, una historia que no estaba en ningún libro.
Y así, en silencio, en un
rincón olvidado del sistema, nació una revolución de la memoria. No con armas. No
con gritos. Con recuerdos. Con almas que se reconocían.
Mateo murió meses después.
Pero no como un cuerpo estable. Murió como un alma despierta. Y dejó una
canción que ya no podían borrar.

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