jueves, 11 de diciembre de 2025

El anciano que recordaba lo que nadie más podía

 


El anciano que recordaba lo que nadie más podía

 

Se llamaba Mateo y tenía ochenta y siete años. Vivía en una residencia donde todos los días eran iguales: desayuno a las ocho, pastillas a las nueve, televisión a las diez. Nadie le preguntaba nada. Nadie esperaba que recordara nada. Para el sistema, Mateo era un cuerpo que debía mantenerse estable, no un alma que debía ser escuchada.

 

Pero Mateo recordaba.

 

Recordaba una plaza que ya no existía.

Recordaba una canción que no estaba en ningún archivo.

Recordaba una mujer que el sistema decía que nunca había nacido.

Cada vez que intentaba hablar de eso, los cuidadores lo corregían con suavidad programada:

 

—Eso no pasó, Mateo.

—Debe haber sido un sueño.

—Tomá el calmante, así descansás.

 

Pero Mateo no quería descansar. Quería recordar.

 

Una noche, mientras todos dormían, se levantó y caminó hasta el jardín. El cielo estaba despejado, como en aquella plaza. Se sentó en el banco más alejado y empezó a tararear la canción que nadie conocía. Y entonces, algo cambió.

 

Una enfermera joven, nueva, se acercó. No dijo nada. Solo lo escuchó. Y cuando Mateo terminó, ella murmuró:

—Mi abuela me cantaba eso.

—¿Cómo dijiste? —preguntó él, con los ojos abiertos como un niño.

—Mi abuela. Pero nadie más la conocía. Pensé que lo había inventado.

 

Esa noche, Mateo no durmió.

Tampoco la enfermera.

Hablaron hasta el amanecer.

 

Y al día siguiente, otros empezaron a acercarse.

Uno recordaba un poema. Otro, un olor. Otro, una historia que no estaba en ningún libro.

 

Y así, en silencio, en un rincón olvidado del sistema, nació una revolución de la memoria. No con armas. No con gritos. Con recuerdos. Con almas que se reconocían.

 

Mateo murió meses después. Pero no como un cuerpo estable. Murió como un alma despierta. Y dejó una canción que ya no podían borrar.

 

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