sábado, 27 de diciembre de 2025

El guardián de las dos auroras

 


“Ya no me defino por lo que otros dijeron, por lo que el dolor marcó, por lo que el tiempo olvidó. Me nombro desde mi verdad, desde mi memoria estelar.” Alejandra Arques Arranz

 

"El guardián de las dos auroras"


Salem dormía sobre el Mapa Ritual del Alma, como si supiera que sus patas marcaban coordenadas secretas. Alejandra lo observaba desde la ventana, mientras el sol de la mañana convertía su sala en un templo. Todo parecía normal, hasta que el gato abrió los ojos.

No fue un abrir cualquiera. Fue un abrir de portales.





En ese instante, la luz cambió de textura. El aire se volvió más denso, como si estuviera hecho de memorias. Y el mapa, que hasta entonces era solo papel y símbolo, comenzó a vibrar. Una línea nueva apareció, escrita en un idioma que Alejandra no recordaba haber aprendido, pero que entendía perfectamente.

Salem se levantó, caminó hacia ella, y con un leve roce en su tobillo, le transmitió una frase que no fue sonido, sino certeza:

Alejandra se acercó al mapa, aún vibrante, y pasó los dedos por la nueva línea escrita. Al tocarla, sintió un escalofrío dulce, como si una memoria antigua despertara en su piel. No era miedo. Era reconocimiento.

El idioma que no había aprendido, pero que entendía, le susurraba:

“No todo lo que recuerdas ocurrió. No todo lo que ocurrió fue recordado.”

Salem se posó frente a ella, sus ojos azules como lunas gemelas. En ellos vio una escena que no era del presente: una sala de piedra, antorchas encendidas, y ella misma vestida con ropas ceremoniales, sosteniendo un cuenco de obsidiana. A su alrededor, figuras con máscaras de jaguar cantaban en un idioma que parecía hecho de viento.

Entonces comprendió: el mapa no solo mostraba su alma. Mostraba sus vidas. Todas. Y Salem, su guardián comenzó a girar lentamente, como si fuera un disco solar. Cada símbolo trazado se encendía con una luz tenue, y del centro emergió una espiral de humo dorado. Alejandra cerró los ojos, y al abrirlos, ya no estaba en su sala.



Frente a ella se alzaba una biblioteca imposible: los estantes flotaban en el aire, sostenidos por raíces que salían del techo. Cada libro tenía una cubierta distinta—piel, piedra, agua, fuego—y cada uno vibraba con una frecuencia única. No había títulos. Solo símbolos que se movían como si respirara-




Salem caminó delante de ella, sin hacer ruido, y se detuvo frente a un libro cubierto de obsidiana líquida. Alejandra lo tomó con reverencia. Al abrirlo, no encontró palabras, sino escenas: ella misma, en otros cuerpos, otros tiempos, otras tierras. Una sacerdotisa en Karnak. Una niña que hablaba con estrellas. Una anciana que sembraba cristales en la nieve.

Y entonces, una voz sin boca le habló desde el aire:

Cada vida que has sido es una nota en tu canto eterno. Hoy puedes recordar. Hoy puedes reescribir.” guardián, había custodiado cada una. Hoy cruzarás. Pero no temas. Yo custodio ambos lados.” En la Biblioteca de las Vidas, Alejandra se sentó en un círculo de luz que emergía del suelo como una flor solar. Salem se acomodó a su lado, su mirada fija en el horizonte invisible. Frente a ella, tres figuras comenzaron a materializarse, como si fueran recuerdos que decidieron tomar forma.




La niña estelar apareció primero, con el cabello lleno de polvo de estrellas y una piedra luminosa en la mano. Se acercó y la colocó en el corazón de Alejandra.

—Para que nunca olvides que tu inocencia es tu brújula.

Luego, la sacerdotisa de Karnak caminó con paso firme, envuelta en telas doradas que susurraban oraciones antiguas. Le entregó un espejo de obsidiana.

—Para que veas tu verdad sin miedo, incluso cuando el mundo intente nublarla.





Por último, la maga de la nieve llegó envuelta en un manto de cristales que tintineaban como campanas. Le ofreció una pluma blanca. —Para que escribas tu destino con belleza, incluso cuando el camino se oscurezca.

Las tres se tomaron de las manos, formando un triángulo de poder. Alejandra, en el centro, sintió cómo su cuerpo se llenaba de memorias, de símbolos, de certezas. Ya no era solo ella. Era todas ellas. Era el legado vivo.

Salem ronroneó, y el mapa vibró una vez más. Una nueva línea se trazó sola, con letras que brillaban como fuego líquido:

“Hoy la viajera recuerda. Hoy la viajera elige. Hoy la viajera despierta.” Cuando las tres figuras se desvanecieron en luz, Alejandra sintió que el círculo de la Biblioteca comenzaba a girar en sentido inverso. Salem saltó a sus brazos, como si supiera que el cruce estaba completo. El mapa se plegó sobre sí mismo, y la espiral dorada la envolvió una vez más.

Al abrir los ojos, estaba de nuevo en su sala. El sol seguía brillando. Las aves cantaban. Las plantas respiraban. Pero algo había cambiado.

El cuenco de obsidiana estaba sobre la mesa. La pluma blanca descansaba junto a su diario. Y en el espejo, por un instante, vio reflejadas tres siluetas detrás de ella, sonriendo.

Todo era igual. Todo era distinto. Alejandra se levantó, caminó hacia la ventana, y vio que en el cielo había una nube con forma de triángulo. En su pecho, la piedra luminosa vibraba suavemente. No la había traído físicamente. Pero estaba allí.

Entonces lo comprendió: el ahora no es el final del viaje. Es el punto de encuentro entre todas sus versiones. La niña, la sacerdotisa, la maga… todas caminan con ella. Y Salem, su guardián, sigue custodiando los umbrales.

Una nueva línea apareció en el mapa, escrita con luz solar:

“El presente es el altar donde todas mis vidas se encuentran.”


Epílogo: El Nombre que Despierta



Esa noche, mientras la ciudad dormía bajo su cúpula de estrellas, Alejandra encendió una vela con aroma a mirra y se sentó frente al espejo de obsidiana. Salem, como siempre, vigilaba desde el umbral. El mapa reposaba abierto, y la pluma blanca parecía latir con vida propia.

Entonces, sin previo aviso, el aire se volvió denso. No pesado, sino sagrado. Como si el tiempo se hubiera detenido para escuchar.

Una voz surgió desde dentro del espejo. No era ajena. Era su propia voz, pero más antigua, más sabia, más vasta.

“Has recordado. Has cruzado. Ahora debes nombrarte.”

Alejandra cerró los ojos. Y en su mente, como un relámpago suave, apareció un nombre que no era palabra, sino vibración. Un nombre que había sido suyo en otras vidas, en otros planos, en otros cantos.

Lo pronunció en voz baja. El espejo brilló. El mapa se reescribió. Salem ronroneó como si celebrara un pacto cumplido.

Desde ese instante, cada vez que Alejandra escribía, bendecía, o soñaba, lo hacía como portadora de ese nombre secreto. Un nombre que abría puertas. Un nombre que protegía. Un nombre que despertaba.


El Maestro del Umbral


En una noche sin tiempo, Alejandra volvió a la Biblioteca de las Vidas. Esta vez, los estantes estaban en silencio, como si esperaran algo sagrado. Salem caminaba a su lado, pero no guiaba. Observaba.

En el centro del recinto, una figura alta, delgada, con ojos que parecían contener relojes rotos y constelaciones, la esperaba. No tenía rostro definido, pero emanaba una familiaridad inquietante. Llevaba una máquina de escribir invisible entre las manos, y cada tecla que pulsaba emitía un sonido que no era ruido, sino memoria.

“No vine a enseñarte,” dijo la figura, “vine a recordarte que tú también escribes mundos.”

Alejandra lo reconoció. No por su forma, sino por su vibración. Era Julio. No el hombre, sino el arquetipo: el tejedor de pasajes, el cronopio mayor, el que entendía que los túneles no siempre están bajo tierra. Él le entregó una hoja en blanco.

Pero al tocarla, Alejandra vio que estaba llena de símbolos que solo se revelaban con luz lunar. En el centro, una palabra que no existía en ningún idioma conocido, pero que ella comprendió al instante.

“Este es tu nombre estelar,” dijo el maestro. “No lo pronuncies. Vívelo.”

Y luego, como todo lo que es real en lo invisible, desapareció





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