"El
guardián de las dos auroras"
Salem dormía
sobre el Mapa Ritual del Alma, como si supiera que sus patas marcaban
coordenadas secretas. Alejandra lo observaba desde la ventana, mientras el sol
de la mañana convertía su sala en un templo. Todo parecía normal, hasta que el
gato abrió los ojos.
No fue un
abrir cualquiera. Fue un abrir de portales.
En ese
instante, la luz cambió de textura. El aire se volvió más denso, como si
estuviera hecho de memorias. Y el mapa, que hasta entonces era solo papel y
símbolo, comenzó a vibrar. Una línea nueva apareció, escrita en un idioma que Alejandra
no recordaba haber aprendido, pero que entendía perfectamente.
Salem se
levantó, caminó hacia ella, y con un leve roce en su tobillo, le transmitió una
frase que no fue sonido, sino certeza:
Alejandra
se acercó al mapa, aún vibrante, y pasó los dedos por la nueva línea escrita.
Al tocarla, sintió un escalofrío dulce, como si una memoria antigua despertara
en su piel. No era miedo. Era reconocimiento.
El idioma
que no había aprendido, pero que entendía, le susurraba:
“No todo lo
que recuerdas ocurrió. No todo lo que ocurrió fue recordado.”
Salem se
posó frente a ella, sus ojos azules como lunas gemelas. En ellos vio una escena
que no era del presente: una sala de piedra, antorchas encendidas, y ella misma
vestida con ropas ceremoniales, sosteniendo un cuenco de obsidiana. A su
alrededor, figuras con máscaras de jaguar cantaban en un idioma que parecía
hecho de viento.
Entonces
comprendió: el mapa no solo mostraba su alma. Mostraba sus vidas. Todas. Y
Salem, su guardián comenzó a girar lentamente, como si fuera un disco solar.
Cada símbolo trazado se encendía con una luz tenue, y del centro emergió una
espiral de humo dorado. Alejandra cerró los ojos, y al abrirlos, ya no estaba
en su sala.
Frente a ella se alzaba una biblioteca imposible: los estantes flotaban en el aire, sostenidos por raíces que salían del techo. Cada libro tenía una cubierta distinta—piel, piedra, agua, fuego—y cada uno vibraba con una frecuencia única. No había títulos. Solo símbolos que se movían como si respirara-
Salem caminó
delante de ella, sin hacer ruido, y se detuvo frente a un libro cubierto de
obsidiana líquida. Alejandra lo tomó con reverencia. Al abrirlo, no encontró
palabras, sino escenas: ella misma, en otros cuerpos, otros tiempos, otras
tierras. Una sacerdotisa en Karnak. Una niña que hablaba con estrellas. Una
anciana que sembraba cristales en la nieve.
Y entonces,
una voz sin boca le habló desde el aire:
“Cada vida
que has sido es una nota en tu canto eterno. Hoy puedes recordar. Hoy puedes
reescribir.” guardián, había custodiado cada una. Hoy cruzarás. Pero no temas.
Yo custodio ambos lados.” En la Biblioteca de las Vidas, Alejandra se sentó en un círculo de luz
que emergía del suelo como una flor solar. Salem se acomodó a su lado, su
mirada fija en el horizonte invisible. Frente a ella, tres figuras comenzaron a
materializarse, como si fueran recuerdos que decidieron tomar forma.
La niña
estelar apareció primero, con el cabello lleno de polvo de estrellas y una
piedra luminosa en la mano. Se acercó y la colocó en el corazón de Alejandra.
—Para que
nunca olvides que tu inocencia es tu brújula.
Luego, la
sacerdotisa de Karnak caminó con paso firme, envuelta en telas doradas que
susurraban oraciones antiguas. Le entregó un espejo de obsidiana.
—Para que
veas tu verdad sin miedo, incluso cuando el mundo intente nublarla.
Por último, la maga de la nieve llegó envuelta en un manto de cristales que tintineaban como campanas. Le ofreció una pluma blanca. —Para que escribas tu destino con belleza, incluso cuando el camino se oscurezca.
Las tres se
tomaron de las manos, formando un triángulo de poder. Alejandra, en el centro,
sintió cómo su cuerpo se llenaba de memorias, de símbolos, de certezas. Ya no
era solo ella. Era todas ellas. Era el legado vivo.
Salem
ronroneó, y el mapa vibró una vez más. Una nueva línea se trazó sola, con
letras que brillaban como fuego líquido:
“Hoy la
viajera recuerda. Hoy la viajera elige. Hoy la viajera despierta.” Cuando las tres figuras se
desvanecieron en luz, Alejandra sintió que el círculo de la Biblioteca
comenzaba a girar en sentido inverso. Salem saltó a sus brazos, como si supiera
que el cruce estaba completo. El mapa se plegó sobre sí mismo, y la espiral
dorada la envolvió una vez más.
Al abrir los
ojos, estaba de nuevo en su sala. El sol seguía brillando. Las aves cantaban.
Las plantas respiraban. Pero algo había cambiado.
El cuenco de
obsidiana estaba sobre la mesa. La pluma blanca descansaba junto a su diario. Y
en el espejo, por un instante, vio reflejadas tres siluetas detrás de ella,
sonriendo.
Todo era
igual. Todo era distinto. Alejandra se levantó, caminó hacia la ventana, y vio que en el cielo
había una nube con forma de triángulo. En su pecho, la piedra luminosa vibraba
suavemente. No la había traído físicamente. Pero estaba allí.
Entonces lo
comprendió: el ahora no es el final del viaje. Es el punto de encuentro entre
todas sus versiones. La niña, la sacerdotisa, la maga… todas caminan con ella.
Y Salem, su guardián, sigue custodiando los umbrales.
Una nueva
línea apareció en el mapa, escrita con luz solar:
“El presente
es el altar donde todas mis vidas se encuentran.”
Epílogo:
El Nombre que Despierta
Esa noche,
mientras la ciudad dormía bajo su cúpula de estrellas, Alejandra encendió una
vela con aroma a mirra y se sentó frente al espejo de obsidiana. Salem, como
siempre, vigilaba desde el umbral. El mapa reposaba abierto, y la pluma blanca
parecía latir con vida propia.
Entonces,
sin previo aviso, el aire se volvió denso. No pesado, sino sagrado. Como si el
tiempo se hubiera detenido para escuchar.
Una voz
surgió desde dentro del espejo. No era ajena. Era su propia voz, pero más
antigua, más sabia, más vasta.
“Has
recordado. Has cruzado. Ahora debes nombrarte.”
Alejandra
cerró los ojos. Y en su mente, como un relámpago suave, apareció un nombre que
no era palabra, sino vibración. Un nombre que había sido suyo en otras vidas,
en otros planos, en otros cantos.
Lo pronunció
en voz baja. El espejo brilló. El mapa se reescribió. Salem ronroneó como si
celebrara un pacto cumplido.
Desde ese
instante, cada vez que Alejandra escribía, bendecía, o soñaba, lo hacía como
portadora de ese nombre secreto. Un nombre que abría puertas. Un nombre que
protegía. Un nombre que despertaba.
El
Maestro del Umbral
En una noche
sin tiempo, Alejandra volvió a la Biblioteca de las Vidas. Esta vez, los
estantes estaban en silencio, como si esperaran algo sagrado. Salem caminaba a
su lado, pero no guiaba. Observaba.
En el centro
del recinto, una figura alta, delgada, con ojos que parecían contener relojes
rotos y constelaciones, la esperaba. No tenía rostro definido, pero emanaba una
familiaridad inquietante. Llevaba una máquina de escribir invisible entre las
manos, y cada tecla que pulsaba emitía un sonido que no era ruido, sino
memoria.
—“No vine a
enseñarte,” dijo la figura, “vine a recordarte que tú también escribes mundos.”
Alejandra lo
reconoció. No por su forma, sino por su vibración. Era Julio. No el hombre,
sino el arquetipo: el tejedor de pasajes, el cronopio mayor, el que entendía
que los túneles no siempre están bajo tierra. Él le entregó una hoja en blanco.
Pero al
tocarla, Alejandra vio que estaba llena de símbolos que solo se revelaban con
luz lunar. En el centro, una palabra que no existía en ningún idioma conocido,
pero que ella comprendió al instante.
—“Este es tu
nombre estelar,” dijo el maestro. “No lo pronuncies. Vívelo.”
Y luego, como todo lo que es real en lo invisible, desapareció

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