El espejo
que no devolvía la imagen
Epígrafe:
“No todos
los espejos reflejan. Algunos absorben.”
El espejo
estaba en el baño. Rectangular, antiguo, con marco de madera oscura. No tenía
grietas. No tenía manchas. No tenía nada raro. Hasta que dejó de reflejar.
La madre lo
notó primero. Se lavaba la cara. Levantaba la vista. Y no se veía. El lavabo,
sí. La toalla, sí. La pared, sí. Pero ella, no. Como si no estuviera. Como si
el espejo la ignorara. Como si la hubiera borrado.
Pensó que
era la luz. Que era el ángulo. Que era el cansancio. Pero al día siguiente,
pasó lo mismo. Y al otro. Y al otro. El espejo seguía sin devolver su imagen.
Solo mostraba el fondo. Solo mostraba el vacío.
El padre no
lo creyó. Se miró. Se vio. Se rió. Dijo que era sugestión. Que era estrés. Que
era insomnio. Pero una noche, también desapareció. Frente al espejo. Frente a
la nada. Frente a su propia ausencia.
La hija
menor empezó a tener miedo. No quería entrar al baño. Decía que el espejo la
miraba. Que no era vidrio. Que era otra cosa. Que respiraba. Que esperaba. Que
absorbía.
Una
madrugada, la madre se levantó. Fue al baño. Se paró frente al espejo. Lo miró.
No se vio. Pero vio algo más. Una figura. Lejana. Borrosa. Parecida a ella.
Pero no igual. Más pálida. Más quieta. Más vacía.
Desde
entonces, nadie volvió a usar ese espejo. Lo taparon. Lo cubrieron. Lo
ignoraron. Pero cada noche, si alguien pasa por el pasillo, puede sentirlo. Una
mirada. Un reflejo que no devuelve. Una imagen que no es suya. Una ausencia que
no se va.


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