jueves, 23 de octubre de 2025

La mujer embestida por el perro de furia infinita




No era joven. No era vieja. Era una mujer detenida en el borde de algo que no tiene nombre. No había cruzado. No había regresado. Solo estaba allí, como quien ha sido expulsada del tiempo.

Antes, había tenido una casa. No lujosa. No pobre. Una casa con ventanas que daban al mundo. Y en ese mundo, había un hijo. No nacido. No muerto. Algo que se quedó a mitad de camino.

El día que todo se quebró, no hubo gritos. No hubo sangre. Solo un silencio tan espeso que parecía plomo. Y desde entonces, el cuerpo de la mujer comenzó a pesar. No por enfermedad. Por memoria.

Cada gesto se volvió esfuerzo. Cada palabra, una piedra. Sonreír era como sostener un estandarte en medio de la tormenta. Caminar, como arrastrar una cadena de plomo por un campo de espejismos.

Los abedules se elevaban en la tarde, indiferentes. El viento desarreglaba todo. Nada tenía consistencia. Ni el cielo. Ni el consuelo. Ni el perdón.

La mujer quiso ser pluma. Quiso ser alquimia. Quiso ser otra. Pero era solo cuerpo. Cuerpo atado a su peso. Cuerpo embestido por un perro de furia infinita que no la soltaba ni dormido.

Y así llegó al límite. No al suicidio. No a la locura. Al límite. Ese lugar donde el cosmos parece poner su espalda sobre tu pecho. Donde el último adiós no vale nada. Donde la tristeza se vuelve forma.

La mujer no gritó. No pidió. No huyó. Solo se quedó. Como quien ha entendido que no hay redención. Que no hay regreso. Que no hay alivio.

Pero en esa permanencia, algo se consagró. No la paz. No la esperanza. La lucidez. La certeza de que el mundo es un espejismo. Y que ella, aún cansada, aún embestida, aún rota, es testigo.


 

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