No era
joven. No era vieja. Era una mujer detenida en el borde de algo que no tiene
nombre. No había cruzado. No había regresado. Solo estaba allí, como quien ha
sido expulsada del tiempo.
Antes, había
tenido una casa. No lujosa. No pobre. Una casa con ventanas que daban al mundo.
Y en ese mundo, había un hijo. No nacido. No muerto. Algo que se quedó a mitad
de camino.
El día que
todo se quebró, no hubo gritos. No hubo sangre. Solo un silencio tan espeso que
parecía plomo. Y desde entonces, el cuerpo de la mujer comenzó a pesar. No por
enfermedad. Por memoria.
Cada gesto
se volvió esfuerzo. Cada palabra, una piedra. Sonreír era como sostener un
estandarte en medio de la tormenta. Caminar, como arrastrar una cadena de plomo
por un campo de espejismos.
Los abedules
se elevaban en la tarde, indiferentes. El viento desarreglaba todo. Nada tenía
consistencia. Ni el cielo. Ni el consuelo. Ni el perdón.
La mujer
quiso ser pluma. Quiso ser alquimia. Quiso ser otra. Pero era solo cuerpo.
Cuerpo atado a su peso. Cuerpo embestido por un perro de furia infinita que no
la soltaba ni dormido.
Y así llegó
al límite. No al suicidio. No a la locura. Al límite. Ese lugar donde el cosmos
parece poner su espalda sobre tu pecho. Donde el último adiós no vale nada.
Donde la tristeza se vuelve forma.
La mujer no
gritó. No pidió. No huyó. Solo se quedó. Como quien ha entendido que no hay
redención. Que no hay regreso. Que no hay alivio.
Pero en esa
permanencia, algo se consagró. No la paz. No la esperanza. La lucidez. La
certeza de que el mundo es un espejismo. Y que ella, aún cansada, aún
embestida, aún rota, es testigo.
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