Ella camina como un verso que se desliza entre ruinas.
Su cabello, rojo como la sangre de un mártir, cae
sobre sus hombros con la languidez de un pecado antiguo.
Su rostro, pálido, parece tallado en marfil por manos
que conocieron el hastío.
Cada noche, asciende la escalera como quien sube al
lecho de la melancolía.
Frente a la pared ocre, se detiene.
El cuadro la llama.
No es pintura: es perfume de abismo.
El marco, dorado por el tiempo, encierra un mar gris
que gime como un amante abandonado.
En el risco, una figura.
Ella.
O su reflejo.
O su condena.
Yo la observo.
No por lujuria.
Por devoción enferma.
Ella llena mis horas como el opio llena los sueños del
condenado.
Su ausencia es un veneno lento.
Su presencia, un castigo dulce.
Hoy, la casa me recibe como un ataúd abierto.
Subo.
La luna ilumina el cuadro como si fuera su joya más
triste.
La mujer del lienzo me mira.
Sus ojos son espejos.
Su cabello se agita como llamas en un templo profano.
Toco la tela.
El deseo me arrastra.
La belleza me devora.
Ahora soy parte del cuadro.
Parte de su perfume.
Parte de su mal.
Y desde la tela, cada noche, yo la amo.
Con la ternura de los muertos.


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