Ella no camina: se desliza como un epitafio húmedo sobre la noche. Su cabello, un incendio de cobre, ondea como si el viento la deseara. Tiene algo de ángel caído, pero también de insecto sagrado, vestida de negro como si el luto fuera su religión. Su rostro, pálido como la médula de un cadáver recién abierto, se oculta tras un peinado que parece diseñado por el delirio. El rojo de sus labios no está pintado: está herido.
Cada noche, ella asciende los
escalones como si subiera al patíbulo de los dioses. Se detiene frente a una
pared ocre, resquebrajada como la piel de un anciano que ha llorado siglos.
Allí contempla un cuadro. No un cuadro: una herida abierta en el tiempo. El
marco, centenario, parece tallado por manos que ya no existen. La pintura: un
mar tumultuoso, gris como la desesperación, azotando una costa que jamás ha
conocido el consuelo.
Yo la espío. No por deseo, sino por
necesidad. Ella llena mis horas vacías como el opio llena los pulmones del
condenado. Me convierto en sombra, en voyeur de lo imposible. Cada noche, ella
me salva sin saberlo. Cada noche, ella me condena.
Pero hoy es lunes, y el caserón
parece más inhóspito que nunca. Su ausencia me devora. Me arrastro hasta la
casa como un insecto que ha perdido su reina. Toco la aldaba: el silencio me
responde con sarcasmo. Me doy vuelta, pero los goznes chirrían como si la casa
misma quisiera hablar. La puerta se abre. La llamo. Nada. Sólo el eco, ese
bufón de los espacios vacíos.
Entro. No hay muebles. No hay
señales de vida. ¿Acaso he inventado su existencia? ¿Soy el autor de una
alucinación con piernas? Recorro las estancias como quien recorre su propio cadáver.
Finalmente, la escalera. La reconozco. Ella la subía cada noche como si
ascendiera al altar de un dios cruel.
Subo. Los peldaños crujen como si se
quejaran de mi peso. El corazón late como un tambor de guerra. Al llegar al
descanso, la pared ocre. Miro hacia arriba: el techo ha desaparecido. Sólo hay
estrellas. Sólo hay luna. La luna ilumina el cuadro como si fuera su amante.
Y el cuadro está ahí. No es pintura:
es profecía. Una mujer de cabellera rojiza y brillante se yergue sobre el
risco. El viento la acaricia como si quisiera arrancarla del lienzo. Una voz
interior me advierte. Mi conciencia grita. Pero ya es tarde.
Mis dedos, traidores, acarician la
tela. Quiero rescatarla del gris, de la turbulencia, del encierro. Pero unas
garras me arrastran. No hay resistencia. No hay salvación. Mi cuerpo se
desvanece. Mi alma se disuelve. Ahora soy parte del cuadro. Ahora soy parte de
ella.


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