jueves, 6 de noviembre de 2025

La Epifanía del Cuadro y la Carne. Edgar Alan Poe





Ella no camina: se desliza como un epitafio húmedo sobre la noche. Su cabello, un incendio de cobre, ondea como si el viento la deseara. Tiene algo de ángel caído, pero también de insecto sagrado, vestida de negro como si el luto fuera su religión. Su rostro, pálido como la médula de un cadáver recién abierto, se oculta tras un peinado que parece diseñado por el delirio. El rojo de sus labios no está pintado: está herido.

Cada noche, ella asciende los escalones como si subiera al patíbulo de los dioses. Se detiene frente a una pared ocre, resquebrajada como la piel de un anciano que ha llorado siglos. Allí contempla un cuadro. No un cuadro: una herida abierta en el tiempo. El marco, centenario, parece tallado por manos que ya no existen. La pintura: un mar tumultuoso, gris como la desesperación, azotando una costa que jamás ha conocido el consuelo.

Yo la espío. No por deseo, sino por necesidad. Ella llena mis horas vacías como el opio llena los pulmones del condenado. Me convierto en sombra, en voyeur de lo imposible. Cada noche, ella me salva sin saberlo. Cada noche, ella me condena.

Pero hoy es lunes, y el caserón parece más inhóspito que nunca. Su ausencia me devora. Me arrastro hasta la casa como un insecto que ha perdido su reina. Toco la aldaba: el silencio me responde con sarcasmo. Me doy vuelta, pero los goznes chirrían como si la casa misma quisiera hablar. La puerta se abre. La llamo. Nada. Sólo el eco, ese bufón de los espacios vacíos.

Entro. No hay muebles. No hay señales de vida. ¿Acaso he inventado su existencia? ¿Soy el autor de una alucinación con piernas? Recorro las estancias como quien recorre su propio cadáver. Finalmente, la escalera. La reconozco. Ella la subía cada noche como si ascendiera al altar de un dios cruel.

Subo. Los peldaños crujen como si se quejaran de mi peso. El corazón late como un tambor de guerra. Al llegar al descanso, la pared ocre. Miro hacia arriba: el techo ha desaparecido. Sólo hay estrellas. Sólo hay luna. La luna ilumina el cuadro como si fuera su amante.

Y el cuadro está ahí. No es pintura: es profecía. Una mujer de cabellera rojiza y brillante se yergue sobre el risco. El viento la acaricia como si quisiera arrancarla del lienzo. Una voz interior me advierte. Mi conciencia grita. Pero ya es tarde.

Mis dedos, traidores, acarician la tela. Quiero rescatarla del gris, de la turbulencia, del encierro. Pero unas garras me arrastran. No hay resistencia. No hay salvación. Mi cuerpo se desvanece. Mi alma se disuelve. Ahora soy parte del cuadro. Ahora soy parte de ella.

Y desde la tela, cada noche, yo la observo.

 

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