El cuerpo
en el lago
El lago
estaba quieto. El agua transparente, helada, parecía no moverse. Los árboles
que lo rodeaban eran altos, frondosos, como pintados por un artista obsesionado
con el detalle. Las rosas mosquetas florecían en los bordes, las frambuesas
maduras colgaban pesadas, listas para caer. El aire olía a tierra húmeda, a
madera, a fruta. Todo parecía perfecto.
Clara
apareció flotando boca arriba. Vestido blanco, cabello suelto, ojos abiertos.
Un corte limpio en el cuello. No había señales de lucha. No había gritos. No
había nadie. Solo ella, el lago, y el silencio.
La
encontraron al amanecer. Un pescador vio algo blanco entre las ramas del agua y
pensó que era una bolsa. Cuando se acercó, vio el cuerpo. No gritó. No llamó a
nadie. Se sentó en la orilla y esperó. Dicen que estuvo ahí dos horas, sin
moverse, mirando cómo el sol empezaba a iluminar la sangre que se había
mezclado con el agua.
Cuando
llegaron los vecinos, nadie entendía. Clara era buena, decían. Clara era
hermosa. Clara no tenía enemigos. Pero Clara estaba muerta. Y alguien la había
matado.
La policía
vino, sacó fotos, hizo preguntas. Nadie sabía nada. Nadie había visto nada.
Nadie quería hablar. En el pueblo, todos se miraban de reojo. Todos sabían que
algo había pasado, pero nadie quería ser el que lo dijera.
El vestido
blanco fue colgado en la comisaría, como prueba. El rosario de nácar que
llevaba en la mano desapareció. Algunos dicen que lo robó el comisario. Otros,
que lo tiraron al lago para que no quedara rastro.
Clara fue
enterrada sin misa. Sin flores. Sin palabras. Solo el ruido de la pala y el
viento entre los árboles.
Desde
entonces, nadie volvió a bañarse en el lago. Nadie volvió a recoger frambuesas.
Nadie volvió a decir que el pueblo era hermoso.
Porque lo
era. Pero también era el lugar donde Clara apareció muerta. Y eso no se olvida.
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