martes, 21 de octubre de 2025

El cuerpo en el lago




 

El cuerpo en el lago

El lago estaba quieto. El agua transparente, helada, parecía no moverse. Los árboles que lo rodeaban eran altos, frondosos, como pintados por un artista obsesionado con el detalle. Las rosas mosquetas florecían en los bordes, las frambuesas maduras colgaban pesadas, listas para caer. El aire olía a tierra húmeda, a madera, a fruta. Todo parecía perfecto.

Clara apareció flotando boca arriba. Vestido blanco, cabello suelto, ojos abiertos. Un corte limpio en el cuello. No había señales de lucha. No había gritos. No había nadie. Solo ella, el lago, y el silencio.

La encontraron al amanecer. Un pescador vio algo blanco entre las ramas del agua y pensó que era una bolsa. Cuando se acercó, vio el cuerpo. No gritó. No llamó a nadie. Se sentó en la orilla y esperó. Dicen que estuvo ahí dos horas, sin moverse, mirando cómo el sol empezaba a iluminar la sangre que se había mezclado con el agua.

Cuando llegaron los vecinos, nadie entendía. Clara era buena, decían. Clara era hermosa. Clara no tenía enemigos. Pero Clara estaba muerta. Y alguien la había matado.

La policía vino, sacó fotos, hizo preguntas. Nadie sabía nada. Nadie había visto nada. Nadie quería hablar. En el pueblo, todos se miraban de reojo. Todos sabían que algo había pasado, pero nadie quería ser el que lo dijera.

El vestido blanco fue colgado en la comisaría, como prueba. El rosario de nácar que llevaba en la mano desapareció. Algunos dicen que lo robó el comisario. Otros, que lo tiraron al lago para que no quedara rastro.

Clara fue enterrada sin misa. Sin flores. Sin palabras. Solo el ruido de la pala y el viento entre los árboles.

Desde entonces, nadie volvió a bañarse en el lago. Nadie volvió a recoger frambuesas. Nadie volvió a decir que el pueblo era hermoso.

Porque lo era. Pero también era el lugar donde Clara apareció muerta. Y eso no se olvida.

 

 

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